Desde hacía varios días tenía
un poco de fiebre. Estaba claro que se trataba de un síndrome tuberculoso. Sabía,
en suma, que debía morir. Pero igualmente tenía que cortarse el pelo y
afeitarse. Así es: había comprendido que ni el que sabe que va a morir puede
escapar de las cosas de todos. Los pensamientos en este estado de ánimo, sí,
son diferentes; pero se acaba por ir igualmente al peluquero. Todo se hace con
esa lenta angustia de fondo, pero sin duda lo más triste es darse cuenta de que
no hay más que hacer que lo de siempre.
Así entró a lo del barbero.
Barba y cabello. Inútil ya ahorrar una lira y afeitarse solo. Además había
presentido algún placer en entretenerse un rato largo allí. (Cuando no estaba
enfermo le parecía un suplicio).
El muchacho que había empezado
a hacer jueguitos con la tijera sobre su cabeza era vulgar en extremo. Rosado
casi rojo, cara ancha casi redonda, carnoso casi gordo. Lindo todavía, por
joven. El dueño, por lo demás, habría sido aun peor. Manchado de barba blanca y
negra, con olor a cigarro y a sudor, tal vez con manos húmedas y frías que le
habrían acariciado el rostro. Y sin embargo a él se le pagaba; a él se sometía
el muchacho.
En este punto de sus
observaciones, el enfermo vio entrar al local, raudo pero callado e
inadvertido, a un chico de unos doce o trece años. Nadie le prestó atención.
También es cierto que después de entrar se apoyó en la pared y se quedó mirando
el techo. El enfermo comprendió de inmediato que iba a quedarse allí gustosamente
un rato largo. Él, que debía morir, tenía permitido regalarle toda su atención
a un jovencito. Que parecía suspendido en esa atmósfera de cosméticos, ausente
o leve, con los ojos verdes que no miraban “verdaderamente” cómo caían al piso
los pelos del enfermo.
Tenía unos shorts de ninguna
forma y de ningún color. Los llevaba sujetos al cinturón tal vez con una
cuerda. Los botones seguro que no estaban. Tenía una camisa o remera de un
blanco incierto. En suma, un pobre atorrantito como tantos otros: pero el
enfermo se embelesaba con la expresión suspendida de aquel muchacho. Además la
boca parecía ni cerrada ni abierta. De tanto en tanto interrumpía aquel
encantamiento alguna orden del patrón: “toma la escoba; enciende el gas;
muchacho, cepillo”. Pero él obedecía como un ángel prisionero al traficante.
Sin orgullo, sin enojo, no humillado, así simplemente obedecía; después
rápidamente retomaba esa actitud que al enfermo le resultaba tan misteriosa. No
sonreía nunca; su cara estaba inmersa en un flujo uniforme de dulzura ligera. Probablemente
pensaba en sus amigos, en las piedras del río, en las muchas zambullidas en el
agua y el cálido sol de después. Y pensaba también en su mamá pobre, en su
padre muerto y en esa necesidad de ganar cinco liras por día. Pero estas cosas
no le eran feas o dolorosas. A él le eran ajenas. No así los compañeros, las
zambullidas en el río. Esto le era, en su interior, dulcemente cercano.
En un cierto momento el chico
recibió una breve pero seca reprimenda. El enfermo no entendió por qué. Habría
dado una propina por saberlo. Y dos por librar al muchachito de la reprimenda. Pero
el muchachito hizo algo para remediarlo; se levantó, se dirigió, veloz, a la
trastienda, le llevó alguna cosa al patrón y todo fue como siempre. Se apoyó
contra la pared y sus ojos verdes no se habían oscurecido, su boca pequeña y
leve no estaba –ni abierta ni cerrada– fruncida; las mejillas apuntando
dulcemente al cuello grácil y altivo.
¿Y qué eran para él las miradas
del pobre enfermo? Ah, las había notado desde un primer momento, pero era
imposible saber cómo las había recibido. Quién sabe si ese chico sería capaz de
reacciones sociales. Ruborizarse por timidez. Observar al cliente con viril
ironía a manera de defensa. Pero no. Él no podía estar presente. Tal vez lo
estuviera entre sus amigos, sobre las piedras del río. En su elemento natural,
tal vez. Pero habría sido una presencia idéntica, animal. Más lindo este
desconcierto dentro de la peluquería.
Cuando el enfermo tuvo que irse
esperó largo rato los cincuenta centavos de vuelto que el propietario no
lograba encontrar. Le fueron pedidos en préstamo al chico que, entregada la
moneda, la vio de inmediato volver a su propia mano. El traspaso lo maravilló
finalmente y, finalmente, el enfermo recibió una mirada que lo interrogó. Una
mirada luminosa y calma, como de lejos, sin “gracias” alguno ni humildad, una
mirada que entonces terminó por hacer naufragar dulcemente toda tentativa
psicológica del pobre enfermo.
Pero aquella misma tarde la fiebre
desapareció. Y se rió de sus aprensiones, de pronto tan funestas. Se dijo que
era un tonto, tanto que ya había revelado, temeroso, sus miedos. Pero al volver
a pasar por la peluquería al día siguiente, volviendo a ver a aquel chiquillo
como cualquier otro, sucio y elemental, comprendió que la fiebre puede, después
de todo, ser útil para hacer poesía.
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