10 de julio de 2013

Fiebre, deseo, hipocondría, poesía

Otro cuentito de Sandro Penna que estuve traduciendo:


Un poco de fiebre                          
                                                                                               
   Desde hacía varios días tenía un poco de fiebre. Estaba claro que se trataba de un síndrome tuberculoso. Sabía, en suma, que debía morir. Pero igualmente tenía que cortarse el pelo y afeitarse. Así es: había comprendido que ni el que sabe que va a morir puede escapar de las cosas de todos. Los pensamientos en este estado de ánimo, sí, son diferentes; pero se acaba por ir igualmente al peluquero. Todo se hace con esa lenta angustia de fondo, pero sin duda lo más triste es darse cuenta de que no hay más que hacer que lo de siempre.
   Así entró a lo del barbero. Barba y cabello. Inútil ya ahorrar una lira y afeitarse solo. Además había presentido algún placer en entretenerse un rato largo allí. (Cuando no estaba enfermo le parecía un suplicio).
   El muchacho que había empezado a hacer jueguitos con la tijera sobre su cabeza era vulgar en extremo. Rosado casi rojo, cara ancha casi redonda, carnoso casi gordo. Lindo todavía, por joven. El dueño, por lo demás, habría sido aun peor. Manchado de barba blanca y negra, con olor a cigarro y a sudor, tal vez con manos húmedas y frías que le habrían acariciado el rostro. Y sin embargo a él se le pagaba; a él se sometía el muchacho.
   En este punto de sus observaciones, el enfermo vio entrar al local, raudo pero callado e inadvertido, a un chico de unos doce o trece años. Nadie le prestó atención. También es cierto que después de entrar se apoyó en la pared y se quedó mirando el techo. El enfermo comprendió de inmediato que iba a quedarse allí gustosamente un rato largo. Él, que debía morir, tenía permitido regalarle toda su atención a un jovencito. Que parecía suspendido en esa atmósfera de cosméticos, ausente o leve, con los ojos verdes que no miraban “verdaderamente” cómo caían al piso los pelos del enfermo.
   Tenía unos shorts de ninguna forma y de ningún color. Los llevaba sujetos al cinturón tal vez con una cuerda. Los botones seguro que no estaban. Tenía una camisa o remera de un blanco incierto. En suma, un pobre atorrantito como tantos otros: pero el enfermo se embelesaba con la expresión suspendida de aquel muchacho. Además la boca parecía ni cerrada ni abierta. De tanto en tanto interrumpía aquel encantamiento alguna orden del patrón: “toma la escoba; enciende el gas; muchacho, cepillo”. Pero él obedecía como un ángel prisionero al traficante. Sin orgullo, sin enojo, no humillado, así simplemente obedecía; después rápidamente retomaba esa actitud que al enfermo le resultaba tan misteriosa. No sonreía nunca; su cara estaba inmersa en un flujo uniforme de dulzura ligera. Probablemente pensaba en sus amigos, en las piedras del río, en las muchas zambullidas en el agua y el cálido sol de después. Y pensaba también en su mamá pobre, en su padre muerto y en esa necesidad de ganar cinco liras por día. Pero estas cosas no le eran feas o dolorosas. A él le eran ajenas. No así los compañeros, las zambullidas en el río. Esto le era, en su interior, dulcemente cercano.
   En un cierto momento el chico recibió una breve pero seca reprimenda. El enfermo no entendió por qué. Habría dado una propina por saberlo. Y dos por librar al muchachito de la reprimenda. Pero el muchachito hizo algo para remediarlo; se levantó, se dirigió, veloz, a la trastienda, le llevó alguna cosa al patrón y todo fue como siempre. Se apoyó contra la pared y sus ojos verdes no se habían oscurecido, su boca pequeña y leve no estaba –ni abierta ni cerrada– fruncida; las mejillas apuntando dulcemente al cuello grácil y altivo.
   ¿Y qué eran para él las miradas del pobre enfermo? Ah, las había notado desde un primer momento, pero era imposible saber cómo las había recibido. Quién sabe si ese chico sería capaz de reacciones sociales. Ruborizarse por timidez. Observar al cliente con viril ironía a manera de defensa. Pero no. Él no podía estar presente. Tal vez lo estuviera entre sus amigos, sobre las piedras del río. En su elemento natural, tal vez. Pero habría sido una presencia idéntica, animal. Más lindo este desconcierto dentro de la peluquería.
   Cuando el enfermo tuvo que irse esperó largo rato los cincuenta centavos de vuelto que el propietario no lograba encontrar. Le fueron pedidos en préstamo al chico que, entregada la moneda, la vio de inmediato volver a su propia mano. El traspaso lo maravilló finalmente y, finalmente, el enfermo recibió una mirada que lo interrogó. Una mirada luminosa y calma, como de lejos, sin “gracias” alguno ni humildad, una mirada que entonces terminó por hacer naufragar dulcemente toda tentativa psicológica del pobre enfermo.

   Pero aquella misma tarde la fiebre desapareció. Y se rió de sus aprensiones, de pronto tan funestas. Se dijo que era un tonto, tanto que ya había revelado, temeroso, sus miedos. Pero al volver a pasar por la peluquería al día siguiente, volviendo a ver a aquel chiquillo como cualquier otro, sucio y elemental, comprendió que la fiebre puede, después de todo, ser útil para hacer poesía. 

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