Este poema de Billy Collins lo traduje hace tiempo y ahora lo remodelé al calor del taller de traducción. Qué inquietante que mi versión anterior me resulte tan fallida: eso no puede sino indicar que ésta es igual de fallida y lo voy a notar en un año, un mes o incluso ahora en un ratito cuando me tome el subte.
Las fotos del verano ahora están esparcidas
por la mesa como espejitos que reflejan
nuestro lugar en la historia europea.
Son el botín del viaje, con borde y
coloridas,
fracciones de segundos que después de la
cena
vamos pasando a los amigos para hacerles
creer
que encontramos dulzura, en algún lugar,
lejos.
Ahí estamos, la mirada familiar en lo
extranjero,
detenidos frente a una puerta cisterciense,
o reclinados, oblicuos, contra un kiosco;
congelados detrás de un Della Robbia
azul y blanco, o ante la mesa de un café
tapizada de guías de conversación,
oscuros en la sombra subexpuesta de un
toldo.
El mozo al fondo, con bigote y delantal,
les lleva a otros sus bebidas aun ahora
mientras otra vez miramos el pilón
notando que intentábamos quedarnos
quietos como pinturas hasta ser liberados
por el veloz chasquido del obturador
para después seguir sin foco, sin foto,
por una calle de maceteros, motocicletas,
dos borrones en la luz menguante de la
tarde,
las cámaras en sus estuches negros,
balanceándose, ciegas, a nuestros costados.
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