El regalo
La nieve
empezó a caer anoche tarde. Copos húmedos
pasando
junto a las ventanas, nieve cubriendo
las
claraboyas. Miramos un rato, sorprendidos
y felices.
Contentos de estar ahí y no en otro lado.
Yo puse
leña en la estufa. Ajusté el tiro.
Nos fuimos
a la cama y cerré los ojos de inmediato.
Pero antes
de dormirme, por alguna razón,
recordé la
escena en Buenos Aires
en el
aeropuerto, la noche que nos fuimos.
¡Qué
inmóvil y desolado parecía el lugar!
Silencio
total salvo por nuestros motores
cuando nos
alejamos de la puerta de embarque
y
carreteamos lento bajo una nieve suave.
Las
ventanas de la terminal a oscuras.
Nadie a la
vista, ni el personal de tierra. “Parece
que todo el
lugar estuviera de duelo”, dijiste.
Abrí los
ojos. Por cómo respirabas
dormías
profundo. Te cubrí con un brazo
y pasé de
Argentina a recordar un lugar
donde viví
una vez, en Palo Alto. No hay nieve en Palo Alto.
Pero tenía
una habitación y dos ventanas a la autopista Bayshore.
La heladera
estaba al lado de la cama.
Si me
deshidrataba en mitad de la noche
para saciar
la sed no tenía más que estirarme
y abrir la
puerta. La luz interna señalaba el camino
hasta la
botella de agua fría. Había un calentador
eléctrico
en el baño cerca del lavatorio.
Mientras me
afeitaba, hervía el agua en la olla
sobre la
placa junto al frasco de café.
Un día me
senté en la cama, vestido y afeitado al ras,
con un
café, posponiendo lo que había pensado hacer.
Por fin
marqué el número de Jim Houston en Santa Cruz.
Y le pedí
75 dólares. Dijo que no tenía.
Su mujer se
había ido a México por una semana.
Sencillamente
no tenía. Se había quedado corto
ese mes.
“Todo bien”, dije. “Lo entiendo”.
Y así era.
Conversamos un poco
más,
después cortamos. No tenía.
Me terminé
el café, más o menos, justo cuando el avión
despegaba
rumbo al anochecer.
Me di
vuelta para mirar una vez más
las luces
de Buenos Aires. Después cerré los ojos
para el
largo viaje de regreso.
Esta mañana
hay nieve por todas partes. Lo comentamos.
Me decís
que no dormiste bien. Digo
que yo
tampoco. Pasaste una noche pésima. “Yo igual”.
Tenemos una
calma y una ternura extraordinarias
como si
sintiéramos lo endeble que está el otro.
Como si
supiéramos lo que el otro siente. No es así,
claro.
Nunca sabemos. No interesa.
Es la ternura
lo que a mí me importa. Es el regalo
esta mañana
que me conmueve y me sostiene.
Como cada
mañana.
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