El otro día en la puerta de la escuela
(perdón pero cuando uno tiene hijos hay un montón de reflexiones que empiezan
con “El otro día en la puerta de la escuela”) la madre de una compañera de mi
hija me preguntó: “¿Cómo hacés para que a Amelia le guste leer?” (siendo Amelia
mi hija). Me causó un poco de gracia la estructura semántica de la pregunta,
que además fue formulada en un tono casi quejoso, casi como un “ya hice de todo
pero”, porque desconfío de la noción de “hacer que a alguien le guste” algo. No
veo cómo el gusto podría surgir de algún voluntarismo, y mucho menos de ningún
autoritarismo. Volví a pensar en ese pequeño diálogo cuando me invitaron a esta
mesa, y entonces recordé eso que dice Daniel Pennac: “El verbo leer no tolera
el imperativo”.
La propuesta de este encuentro es discutir
de qué manera se escribe para los nuevos lectores de nuestra época o, tal vez,
cómo son estos nuevos lectores. No soy capaz de responder ninguna de las dos
preguntas. Ante todo porque nunca escribí con los lectores en mente: para mí la
tarea de escribir, en una primera instancia, es un acto puramente egoísta, que
hago conmigo misma en la mayor intimidad. En ese momento la recepción de lo que
estoy escribiendo es una posibilidad lejana, fuera de cuadro – de hecho, muy pero
muy lejos del cuadro.
Sin embargo, ahora que describí ese momento
de intimidad, de soledad y silencio que es la situación de escritura, me di
cuenta de lo complicado que se está poniendo preservar estas cápsulas: la
capacidad de estar solo frente a una hoja o una pantalla en blanco, o frente a
una pintura o una foto e incluso frente a otra persona. Estar solo con una
persona, prestándose mutua atención y sin atender al llamado ancestral y
visceral del mensaje de texto, el whatsapp, los mails o twitter es ya una
situación poco común. No enuncio esto como una defensa desgarradora de lo que
fue y ya no es sino sólo para pensar si esa relación simbiótica y pasional que
conocimos algunos entre una persona y un libro sigue y seguirá existiendo.
Por lo que pude observar como madre, los
chicos conservan esa cápsula de atención
hasta cierta edad, cuando juegan solos. Aunque al lado les resuenen las
alarmas, aunque tengan tele, Play Station y computadora y el Ipad les avise que
“alguien está arrasando tu aldea” en el Clash of Clans, si tienen hasta 8 o 9
años los chicos pueden seguir alimentándose de la escena imaginaria que se han
planteado como juego o, en algunos casos, de la lectura. Tal vez a las niñas les
dura un poquito más, pero la verdad es que estoy guiándome por la observación
de sólo dos sujetos y algunos sujetitos esporádicos: mi hijo, mi hija y sus
amigos.
Entonces acá vuelvo a las cuestiones
anteriores: cómo a un chico llega a gustarle la lectura y cómo leen los que
están empezando a leer en esta época. No es que vuelva porque haya encontrado
respuestas. Pero lo primero que se me ocurre es que la actitud de mostrarle a
un niño que leer puede dar placer no tiene tanto que ver con escribir como con
leerle. Leer junto con los chicos en esa época en que todavía son capaces de
pasar ratos en la cápsula. Leerles como padres, o tíos, o abuelos, o maestros,
o incluso como hermanos mayores. Hay una intimidad en el acto de leer y
escuchar leer que casi parece crear penumbra alrededor. O como dice, nuevamente,
Pennac (en ese ensayo hermosísimo que se llama Como una novela): “En el límite entre el día y la noche, nos
convertimos en su novelista”. Y después agrega algo que también me resulta muy
iluminador: “Le enseñamos todo sobre el libro en esos tiempos en que no sabía
leer”. Entonces pienso: no sabía leer pero sí sabía hablar. ¡Y cómo!
Que los niños son capaces de generar
argumentos inesperados y desprejuiciados para sus historias viboreantes e
infinitas es algo que casi todos, escribamos o no, pudimos comprobar si tuvimos
suficiente contacto verbal con alguno de ellos. Pero como yo escribo más poemas
que historias, y mi atención suele fijarse en esa misteriosa relación entre
percepción y lenguaje, las conversaciones con los niños suelen tenerme de
asombro en asombro. Lo que está ahí es el nudo de la poesía. Hay una densidad
de temas vitales y un desconocimiento de los lugares comunes del lenguaje que
hace que la poesía surja con más facilidad en la conversación de un niño –la
mayoría de las veces sin intención, claro– que en los intentos de escritura de
un adulto. Me parece que esto es así ahora y lo fue antes, acá y en México y en
cualquier parte, entre pibes o entre chamacos. Por eso me da la impresión de
que no es difícil que a un chico chiquito le guste leer, o que le lean: todavía
está muy cerca de esa relación casi táctil, casi gustativa con el lenguaje.
En su Gramática
de la fantasía, Gianni Rodari vuelve sobre la famosa imagen del guijarro
arrojado en el estanque y todos los movimientos y efectos que va produciendo
mientras cae. “Cuando finalmente toca fondo”, dice, “remueve el limo, golpea
objetos caídos anteriormente y que reposaban olvidados, altera la arenilla
tapando alguno de esos objetos y descubriendo otros”. Este fenómeno, que Rodari
describe para referirse a la invención literaria, creo que también explica lo
que producen las lecturas tempranas. Y cuando digo “tempranas” me refiero a
tempranísimas, en esa edad que mencionaba Pennac: cuando todavía no se sabe
leer y todavía se sabe escuchar.
Antes de que yo aprendiera a leer mi papá
nos leyó a mi hermana y a mí, durante muchas noches, Las doce hazañas de Hércules de Monteiro
Lobato. Es un libro de 567 páginas con alguna que otra ilustración. No sé si es
cierto o si es sólo parte de mi mitología personal pero yo creo que fue ese
libro el que me instaló en esta relación íntima con el lenguaje que me sigue
acompañando hasta hoy, por más que la cápsula inicial se haya desbaratado y ya
no pueda pasar más de media hora sin tuitear o sin mirar los mails si estoy en
mi casa. Aunque en verdad, ¿qué es tuitear sino seguir moldeando lenguaje?
A los nueve años, después de haber leído
varias novelas de Monteiro Lobato y haberme familiarizado con Naricita,
Perucha, Emilia, el Vizconde de la Mazorca y sus demás personajes, leí otra
vez, pero ahora sola, y durante muchísimas noches también, Las doce hazañas de Hércules. Como el guijarro que va cayendo hacia
el fondo, esas palabras regresadas modificaban todo. Siempre recuerdo la noche
que terminé el libro: lo cerré y me puse a llorar. No aguantaba la idea de
quedarme fuera de ese mundo. “¡Adiós, Hércules, gran amigo!”, saludan los
personajes de Monteiro Lobato antes de abandonar la Grecia mitológica para
volver a su presente y su Brasil. La frase, inscripta debajo de la ilustración,
me hacía llorar todas las veces que la leía.
Antes de la despedida, Hércules les había
dicho:
“Amigos míos, no sé hablar. No recibí la
educación que transforma a la criaturas. Mi educación fue solamente física
(...). Me criaron al aire libre; me enseñaron a desarrollar solamente los
músculos y la agilidad. En cuanto a lo demás, quedé tal como nací: un terreno
baldío, como dice Emilia, en el que las plantas crecen sin disciplina. (...)
Con vosotros aprendí mucho. Mis conversaciones con Emilia, Perucho y el Vizconde
fueron verdaderas lecciones de las que jamás me olvidaré”.
Hace dos o tres semanas mi hijo, de
tendencia eminentemente deportista, me manifestó su gusto por la mitología
griega. Viene leyendo una saga de ésas interminables que mezclan fantasía con
mitología (de ésas en traducción ante las que fruncimos instintivamente el
ceño), pero ahora además lo están viendo en la escuela. Claro que
los nombres no le eran ajenos, y claro que los he hostigado a los dos esgrimiendo
inesperadamente el Pierre Grimal o la Ilíada
semideshecha en medio de la cena desde que eran chicos, pero nunca hasta ahora mi
hijo había sacado voluntariamente el tema y mucho menos con semejante
entusiasmo.
A los pocos días agarramos Troya en la tele, ya empezada. La vimos
los tres: un chico de 12, una nena de 8 y esta tonta que habla lagrimeamos por
Patroclo, por Héctor y por Aquiles.
Como el guijarro que se hunde no deja nunca
de producir ondas y sacudones, esa primera lectura en la penumbra, que me llevó
a leer por mí misma apenas pude y casi al mismo tiempo a escribir, sigue, en
palabras de Rodari, “apartando algas y asustando peces”. Y así fue que la
semana pasada, tras décadas de darlo por perdido, interrogué a mi padre sobre
el mítico libro y resultó ser que, disfrazado con un contact blanco, había
estado todo el tiempo ahí, en su biblioteca.
Rodari sigue diciendo después que “De forma
no muy diferente [a la del guijarro] una palabra dicha sin pensar, lanzada en
la mente de quien nos escucha, produce ondas de superficie y de profundidad,
provoca una serie infinita de reacciones en cadena, involucrando en su caída
sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un
movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al
inconsciente, y que se complica por el hecho de que la misma mente no asiste
impasible a la representación”.
Así la palabra dicha, recitada, leída de
forma no premeditada, por diversión, por amor, por ayudar a un niño a dormirse,
probablemente permanezca iluminando y modificando todas las palabras que vengan
después, de manera sutil, densa pero liviana, como la conversación de cualquier
chico.