Si escribiera ensayos intentaría alguno sobre la influencia que tiene la circunstancia sobre la recepción de lo leído. Hace poco puse por acá un poema de Patrizia Cavalli que me deslumbró cuando lo leí en un colectivo que avanzaba a velocidad por la avenida Córdoba. Siempre pienso que Jorge Teillier no se hubiera convertido de inmediato en uno de mis poetas más afines si no lo hubiera leído en un micro por cuya ventanilla iban pasando los paisajes del sur de Chile que aparecen o se sugieren en tantos de sus textos. A veces creo que lo que se lee en viaje (en distintos tipos de viajes) se lee distinto de lo que se lee en la quietud y la familiaridad de la casa o del bar de una. Y después ya queda esa impresión para siempre. Como en el caso de este poema de Nicole Sealy, que leí en el New Yorker
viajando en un subte 3 desde Crown Heights hacia Manhattan. Para una semana más tarde descubrir que Nicole Sealy, a quien nunca había oído nombrar, vive, justamente, en Crown Heights.
Lo traduzco:
Una violencia
Oís los alaridos de los gatos callejeros
peleando por las sobras lanzadas desde una ventana.
Suenan como niños que podrías haber tenido.
Si hubieras querido niños. Si tuvieras instinto maternal
te lo arrancarías de la panza para arrojarlo
desde las escaleras de incendios. Como si fuera la tenaz
esquirla
ahora alojada en tu muñeca. No, lo ocultarías.
Sí, lo ocultarías en una mamushka estéril
que tenés desde chica. Su sonrisa
te recuerda a tu padre, que no sonríe.
Ni cree que seas suya. "Sos idéntica
a tu madre", dice, "que es idéntica a un fuego
de origen sospechoso". Un cuerpo, leí, puede aguantar
su quemazón enfermiza, su propio infierno, durante horas.
Es la mente. Es la mente que no puede.
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