Éste que pongo a continuación es el segundo texto del libro, que se llama, en castellano, Estanque, y va a salir a fin de año por Eterna Cadencia. No se dejen asustar por los guiones con aire alrededor o la escasez de puntuación o los modismos repetidos: son parte del asunto. Ya van a ver.
Mañana, mediodía y noche
A veces una banana va bien con el
café. No tiene que estar demasiado madura: de hecho debería haber un claro resto
de verde a lo largo del tallo; si no, olvídenlo. Aunque es cierto que es más
fácil decirlo que hacerlo. Las manzanas pueden olvidarse, pero las bananas no;
la verdad que no. De hecho no se toman para nada bien que se las olvide. Se
marchitan, huelen a podrido y se ponen casi negras.
Unas
galletas de avena acompañan bien, de las gruesas. Las galletas de avena gruesas
combinan especialmente bien con la banana, ya que estamos; y ya que estamos, la
banana podría enfriarse un poco. Esto puede suceder, por supuesto, en la
heladera durante la noche, dependiendo de cuán profético y resuelto sea uno en
relación a sus vituallas matinales, o puede ser, y de hecho es mucho más
deseable, que la ventana tenga un alféizar lindo y fresco donde siempre se
ponga un bol especial para las frutas.
Un
alféizar ancho, espléndido, sin revestimiento de madera, sólo piedra enyesada,
linda y fresca: el lugar perfecto para un bol. Incluso varios, varios bols. El
alféizar es tan grande que entran tres bols de buen tamaño sin que luzca para
nada recargado. Así que es muy agradable vaciar las alforjas y acomodar todo
con cuidado en los bols sobre el alféizar. La berenjena, la calabaza, los
espárragos y los tomatitos en rama quedan súper elegantes todos juntos y no
sorprendería para nada que alguien sintiera el súbito impulso, en cualquier
momento del día, de sentarse a intentar, con pincel y paleta, transmitir la
exótica pátina de tan incontenible reunión de vegetales ilustres, ahí sobre el alféizar
lindo y fresco.
Las
peras no son fáciles de combinar. Las peras deberían ser siempre pequeñas y
estar dispuestas una contra otra en un bol para ellas solas y tal vez muy de
vez en cuando incorporarse a un racimo de grosellas fresquísimas, que no habría
que apoyar como un manto sobre la panza pecosa de la pera de arriba de todo,
sino esparcir un poco más abajo de manera que algunas de las bayas escarlatas cuelguen
y se deleiten entre los espacios que se van formando.
Por
cierto las bananas y las galletas de avena son un sustituto muy satisfactorio
para esas mañanas en que de golpe pasa el momento del porridge. Si se escuchó hablar a un vecino o ya se doblaron las
toallas el día está muy avanzado y el porridge,
a esa altura, se sentirá vertical y opresivo, como un alimento del inframundo. Por
lo tanto, es muy probable que un muñón de resentimiento hundido empiece a
reavivarse con el primer bocado y probablemente rija, silencioso, el día
entero. Hasta que por fin hacia las cuatro de la tarde pase a estar injusta
pero inevitablemente ligado a alguien cercano, o más bien a un aspecto en
particular de su conducta, un aspecto siempre irritante que puede aislarse y
ampliarse sin dificultad y por lo tanto señalarse como la causa principal de esta
premonitoria sensación de resentimiento, que ha estado incrementándose,
inexplicablemente, todo el día, desde aquel primer bocado de porridge.
Algún
tipo de mermelada negra en el medio del porridge
va muy bien, de hecho es
muy vistosa. Y después unas almendras fileteadas.
Pero cuidado, mucho cuidado con las almendras fileteadas; no son en absoluto aptas
para los lúgubres o los pusilánimes y no se deben arrojar como papel picado.
Por el contrario, las almendras fileteadas no deberían tocarse entre sí y hay
que disponerlas de manera sencilla, como al costado de una pavlova, y de esa
forma son muy lindas y totalmente inocuas. Pero sacudan un puñado de almendras
fileteadas y verán que se parecen mucho a uñas desprendidas de una mano que
acaba de ver la luz.
¡Mermelada
negra y uñas blanqueadas hundiéndose de a poco en el estofado rezumante!
Últimamente, de mañana, Ravel, varias veces seguidas, ha sido en verdad un muy
lindo acompañamiento. Y así es cómo, por ahora, con pequeñas variaciones,
comienza el día.
Mis
propias uñas por cierto están muy bien, la verdad que no sé si alguna vez
estuvieron mejor. Si insisten les cuento que me las pinté en la cocina el
miércoles pasado después del almuerzo, y el tono con el que me las pinté, ahí
mismo en la cocina, se llama Niebla de montaña. Que es un muy buen nombre;
resultó ser un nombre muy apropiado. Porque miren, el color natural de mi uña,
tanto la parte blanca como la parte rosa, se sigue viendo apenas por debajo del
esmalte, no está del todo tapado. Y a medida que pasa el tiempo el esmalte no
se descascara, solamente va como gastándose en los bordes, entonces ahora,
además de la parte blanca y la parte rosa, también se ve con claridad la
suciedad debajo de las puntas. Ahí, a través de la niebla, que por supuesto es
color brezo, puedo verme el polvo de carbón debajo de las uñas. Cuando no tengo
las uñas pintadas toda esa tierra no produce ningún efecto más allá de
hacérmelas lucir sucias y descuidadas, pero bajo el brillo debilitado de la
Niebla de montaña se me ocurre otra cosa cuando observo mis manos. Parecen las
manos de alguien muy encantador y fino, que han tenido que cavar para salir de
algún sitio horrible, frío y húmedo donde nunca deberían haber caído. Y eso me
divierte, me divierte en serio.
De
hecho no sería del todo injustificado sugerir que podría, en rasgos generales,
tener el aspecto y en ocasiones irradiar la actitud de alguien que cultiva
cosas. Es decir, podría, de vez en cuando, ser considerada terrena en su
acepción más estrecha. Sin embargo lo cierto es que he propagado muy poco y poseo
sólo una curiosidad cortés por los empeños hortícolas. No niego que en una
maceta junto a mi puerta crece un perejil de color verde intenso pero yo no planté
las semillas, para nada: simplemente lo compré ya crecido en un supermercado cercano,
saqué la planta de su envase de plástico y metí su red compacta de raíces y
tierra aquí, en la maceta junto a la puerta.
Antes
de eso, hace algunos años, cuando vivía cerca del canal, veía claramente desde
la ventana de mi dormitorio un terrenito de lo más idílico, rodeado por los
jardines traseros de las casas de la manzana, lo que lo volvía aislado y
tentador. Parecía imposible llegar a ese jardín pero un día temprano perseguí a
un gato que me llevó directo hasta ahí, tras lo cual se escabulló en el acto y
me dejó acunando y plegando un chochín torturado. El pájaro había cantado
encima de mi cabeza durante varias semanas al rayo del sol mientras yo escribía
cartas por la mañana, así que fue lógico que pegara un grito cuando lo vi mudo
y desfigurado sobre el musgo debajo del ligustro. Me enojé tanto que quise
poner al gato en una sartén caliente y chamuscarle esa cola nauseabunda en una
explosión de aceite. Te voy a freír, mierdita. Pero bueno. Estaba en ese jardín
que no era de nadie o donde nadie mandaba y ahora que había ido una vez podría
volver a ir, seguramente. Al menos así funcionaba cuando yo era chica, y no
creo que esas cosas cambien mucho.
Hice
indagaciones solapadas como las que hacen los chicos pero lamentablemente al
contrario de lo pasa con los chicos me escucharon con demasiada atención así
que enseguida concebí un motivo honesto para querer saber quién era el dueño
del terreno y si me permitía ir de vez en cuando. Seguro que sería un lugar
excelente para cultivar cosas, dije y a pesar de no haber demostrado jamás
entusiasmo alguno por la jardinería y a pesar de que declaré mi interés con
bastante vaguedad mi propuesta fue tomada en serio y como resultó que el
terreno era propiedad de la Iglesia Católica me indicaron una casa grande en la
esquina donde residía el propio párroco. Esta situación no me la vi venir, para
ser franca no tenía intenciones demasiado firmes. Creo que solo me gustó la
idea de tener un lugar apartado adonde ir a pasar un rato, un jardín secreto, si
se quiere. Y no debería haber dicho una sola palabra porque como de costumbre
en el instante en que lo hice todo se volvió deforme y para nada lo que tenía
en mente, y sin embargo había algo tan extraño y absurdo en la manera en que
iba pasando todo que no pude evitar seguir adelante.
Por suerte fue somero y no mencionó nada
respecto de Dios, aunque pronunció la palabra generosidad con bastante énfasis,
pero yo ni parpadeé. Dónde vives, dijo. Ahí en esa casa, dije, y señalé por la
ventana una casa de enfrente. No miró en la dirección que marcaba mi dedo, le
fue suficiente que pudiera quedarme donde estaba y al mismo tiempo señalar mi
casa, de manera que aceptó. No recuerdo el interior de la casa del cura. Creo
que el empapelado del pasillo puede haber sido verde salvia. Tal vez no pasé del
pasillo. Tal vez me quedé parada en la puerta mirando el pasillo. Y después
hacia abajo, al escalón de plástico. Sí, creo que tenía zapatillas, de hecho.
Despejar
una porción decente de terreno y dejarla lista para plantar papas fue una tarea
dura y monótona sumado a lo cual el comienzo de la primavera tiende a ser
bastante húmedo en esta zona y en efecto así fue aquel año. No comprendo del
todo qué me llevó a extirpar toda esa maleza encrespada día tras día en el
calor prematuro. Por momentos paraba y me quedaba muy quieta, preguntándome qué
clase de ilusiones se había hecho mi mente, pero en general no podía
recordarlo. Sin embargo, a pesar de mi propia confusión, por primera vez en mi
vida adulta los otros sabían exactamente qué estaba haciendo. Para ellos era
claro como el agua. Había vuelto con las herramientas y las había apoyado
contra la pared de la casa y había entrado a lavarme las manos y sería evidente
para cualquiera que me viera qué había estado haciendo ese día. Creo que
durante aquel período la gente fue, a pesar de dos o tres incidentes
específicos, notablemente más agradable conmigo.
Como
en la mayoría de las áreas mensurables de la vida, no demostré ningún tipo de
ambición en tanto horticultora y elegí solamente cultivos de bajo mantenimiento.
Papas, espinaca y habas. Eso fue todo. Eso me bastó. La gente me decía lo fácil
que era plantar zapallitos, calabazas, zapallos, zanahorias, pero en realidad
nada había cambiado: no es que de golpe me hubiera convertido en jardinera – y
me molestaba que me hablaran como si así fuera. Las plantas estaban creciendo
lo más bien cuando recibí una invitación para ir a una universidad muy ilustre
al otro lado del charco a hablar sobre un tema en el que de verdad estaba muy
interesada; aunque no necesariamente de modo meritorio. Es decir que mi interés
era demasiado personal y no académico en un sentido estricto de manera que mi
metodología sonaba nostálgica y mi perspectiva bastante cándida porque desconocía
los marcos teóricos habituales que de todas formas me resultaban
incomprensibles y en cambio entresacaba al azar de toda la historia de la
literatura occidental con el objetivo de fortalecer mi argumento, que ahora no
puedo recordar. Era algo en relación al amor. Sobre la brutalidad esencial del
amor. Sobre esas almas adventicias que buscan deliberadamente el amor como
agente primordial de la autoinmolación absoluta. Sí, así es. Trataba de
demostrar que en toda la historia de la literatura es muy común que el amor sea
descripto como un proceso envolvente de sufrimiento extático que por fin,
misericordiosamente, nos anula y nos conduce hacia el olvido. Desmembrados y
despachados. Algo así. Algo por el estilo. Estoy loca por ti. Estoy fuera de mí.
Mi corazón está en llamas. Ardo. Ya no hay nada más que tú. Perdida, totalmente
perdida. Ese tipo de cosas. Creo que no cayó muy bien.
De
hecho creo que lo consideraron muy poco sofisticado y recuerdo haberme sentido,
pese a mi nuevo vestido de florcitas, súbitamente sombría, prácticamente
gótica. En verdad, ahora que me pongo a pensarlo, creo que el punto central de
mi razonamiento era sencillamente que el amor es en efecto una desintegración
brutal y divina de la individualidad y que las representaciones artísticas que así
lo entienden no son para nada infrecuentes o extravagantes y no tienen nada
pero nada que ver con un intento de escandalizar al público. Resulta que la
obra del dramaturgo que la conferencia supuestamente se dedicaba a repasar
tenía una tremenda cantidad de violencia y en líneas generales dicha violencia
había sido hasta el momento interpretada como una estrategia dramática
concebida para escandalizar, cosa que de verdad yo no podría terminar de aceptar
porque ¿qué puede tener de escandaloso la violencia? Como sea, debo confesar
que con el objeto de establecer un lenguaje amoroso perenne que diera cuenta de
la abominable emancipación que se produce a falta de otra hice en efecto
referencia no solo a Safo, Séneca, Novalis, Roland Barthes, Denis de Rougement
y el historiador holandés Johan Huizinga sino que también incluí letras de PJ
Harvey y Nick Cave, con la intención un poco inapropiada de demostrar que la
cosa nunca se detiene. Que el deseo de deshacerse irrevocablemente siempre será
tan fuerte como el impulso de establecerse, si no más fuerte. As deep as ink and black, black as the
deepest sea.
Después,
cuando la gente se paseaba y asentía en pequeños grupos, y yo consideraba de
cuál de las varias salidas iba a hacer uso inmediato, uno de los peces gordos
de la academia se me acercó a comentar mi trabajo. Por cierto esto pasó hace
varios años – y no sé del todo por qué lo estoy contando acá dado que no me deja
muy bien parada – como sea, no recuerdo con exactitud qué me dijo, pero fue
tremendamente condescendiente y sí recuerdo con mucha pero mucha claridad haber
pensado por qué no te caes. Por qué no te enredas en esos cables cerca de la
pantalla de adelante cuando estás saliendo y por qué no te das la cabeza contra
una punta bien filosa del escritorio donde me senté para leer esa epístola, oh,
tan encantadora y te abres apenitas la cabeza como para que te salga un poco de
sangre. Nada más un hilito de sangre para que parezcas no herido, solo estúpido
y un poco dubitativo. Muchas gracias, dije. Y de pronto mi espalda se puso tan
fría que deduje que el exterior debía estar justo ahí detrás; me di vuelta y
caminé hacia él y muy pronto el terreno en efecto cambió. Había humedad y el
estacionamiento estaba casi vacío y olía exclusivamente a trapo.
También
podría mencionar que estaba parando en lo de una chica que había conocido en
Londres el año anterior. Era una académica muy talentosa y su capacidad de
formular una opinión impactante en respuesta a algo que acababa de suceder o
ser dicho nunca dejaba de impresionarme y desconcertarme. Cómo alguien era
capaz de esgrimir ideas indefectiblemente bien formuladas y de rigor, tan
rápido y en cualquier situación, me resultaba incomprensible. Vivía en una de
esas casas en hilera con otros varios estudiantes de posgrado, uno de los
cuales de hecho era un tipo, y más tarde, cuando mi amiga se fue a dormir, vino
al living donde yo estaba sentada con un gran libro desparramado sobre el
regazo y me puso una bolsa de agua caliente debajo de los dedos de los pies.
Ahí no nos besamos, nos besamos después, unas semanas después. Primero volví a
casa y después nos escribimos y después realmente necesitamos vernos. Así que
volví, y ahí fue que nos besamos.
Por
cierto nada de eso tiene relación alguna con ahora. Por más prometedor que haya
hecho sonar el encuentro con este hombre y la bolsa de agua caliente en verdad
fue una aventura desafortunada y, lo cual es aun menos sorprendente, la
inviabilidad de mi carrera académica adquirió finalmente una evidencia de
carácter tan insidioso que un día salí de un comercio abriendo un paquete de
cigarrillos y no fui a ningún lado durante una media hora. Resultó que mis
recursos se habían secado por completo, los había desdeñado tanto tiempo que se
habían secado por completo y por lo tanto había quedado paralizada, sin saber
si doblar a la izquierda o ir para la derecha. Y la razón principal por la que
me moví después de media hora fue que la gente no dejaba de acercárseme para
preguntarme si el autobús ya había pasado. No sé, decía yo. No sé, volvía a
decir. No sé. Entonces era como si retrocedieran y desaparecieran por completo
y yo me quedara ahí parada absolutamente sola y sin objetivo – no creo haber
experimentado desde entonces semejante sensación de redundancia fundamental. La
inutilidad de todo aquello con lo que trataba de entretenerme era por fin
absolutamente clara.
¡Pero
las plantas de papa seguían creciendo! Viajé muchas veces a ver a mi novio
optimista, y a las papas, la espinaca y las habas no les importó en lo más
mínimo y a veces cuando estaba de viaje acostada en la cama a su lado sin poder
dormir pensaba en las papas, la espinaca y las habas allá afuera en la
oscuridad y extendía los dedos hacia el techo y las anhelaba mucho. Recordaba muy
bien el suelo, lo oscuro que era y el olor que tenía – como si nunca antes
hubiera sido removido, y el canal corría allí cerca, y encima siempre estaba la
luna, y las arañas bajaban por un rato de sus telas y entraban, vacilantes, en
contacto con los bordes quietos de las cosas. No nos llevábamos muy bien pero
eso no tenía ninguna influencia sobre nuestro entendimiento sexual que era
inmune y persuasivo y durante un tiempo volvió bastante irrelevante cualquier
aspecto menguante de nuestro relación. Nos escribíamos cientos de correos
electrónicos lascivos, y con esto quiero decir gráficos y obscenos. Era
fantástico. Nunca antes lo había hecho, nunca había escrito nada lujurioso, era
completamente nuevo para mí y debo decir que le encontré la vuelta enseguida.
Ojalá los hubiera conservado, ojalá no me hubiera desequilibrado tanto cuando
finalmente reconocimos que dieciocho meses era lo máximo que podíamos pretender
de una relación basada casi por completo en una ávida fornicación y procedí a
eliminar nuestra correspondencia completa, que para entonces llegaba a casi dos
mil correos electrónicos. Es que nunca podré volver a escribir mensajes así –
es decir que nunca podré volver a escribir mensajes así por primera vez. Y eso
era en verdad lo que los hacía tan excitantes – usar el lenguaje de una manera
en que nunca antes lo había usado, transcribir una zona tan íntima de mí que
nunca antes había intentado exponer lingüísticamente. Era muy lindo debo decir
de vez en cuando hacer una pausa en el rejunte de otro resumen académico sobre
más o menos el mismo tema para poner por escrito, con tanta precisión, cómo y
dónde me gustaría que me cogieran hasta la inconciencia.
Claro
que no era solo eso. Él venía a verme, y de hecho comimos algunas de las hortalizas
que había cultivado y me dijo que estaban buenísimas, lo cual era cierto.
Comíamos naranjas, también, muy seguido – de hecho comer naranjas españolas
pasó a ser toda una cuestión. Es muy lindo comerlas, las naranjas, después de
haber tenido sexo durante siglos. Disuelven el aire viciado y tienen un olor
muy organizado, por lo que se reactiva una especie de estructura y pasa a ser
perfectamente posible hacer un plan, como salir a comer a un lugar lindo.
De
todos modos, como dije, nada de esto tiene relación alguna con el ahora. No sé
con qué tiene relación y por cierto tampoco sé muy bien en qué consiste el ahora.
Puedo decir que estoy esperando que me entreguen dos tapices japoneses que
compré en Francia a principio de año, pero hasta eso es incorrecto y bien
podría presentar una impresión engañosa de mí, una impresión tal vez
grandilocuente, como si fuera soberbia pero sutilmente rica y gobernara el
exclusivo emporio de las estanterías exóticas y los recherché objets d'art. Castillos en el aire, me temo; lo cierto es
que apenas pueden ser considerados tapices – son solo dos pedazos de tela vieja
en dos marcos separados, negros con unas motas de dorado rosáceo, sin mucho
más, en uno, que un par de manos, y en el otro un perfil bastante triste. Por
lo que recuerdo de cuando los compré parecía que originalmente habían tenido
muchas más puntadas y por lo tanto una imagen más completa y detallada pero por
un motivo que no logro en absoluto descifrar la mayoría de las puntadas fueron
retiradas. De todos modos todavía se distingue con cierto esfuerzo la marca de
donde estuvieron, así como los ínfimos agujeritos, por donde el hilo de seda,
presumiblemente, entró y salió con destreza de la tela. Supongo que acá adentro
solo van a parecer dos fragmentos enmarcados de tela negra. Eso si alguna vez
llegan, claro – el hombre que iba a traerlos me dijo a las siete en punto y son
y media pasadas.
Después
de eso viví en una casa compartida donde tenía baño propio. No en suite, por
cierto. No entiendo qué es toda esa cosa de los baños en suite. En mi opinión
casi siempre son bastante deprimentes, y por lo general me parece mucho más
lindo salir completamente de una habitación antes de entrar en otra. Sumado a
lo cual no toleraba estar desnuda en mi habitación, hasta la idea de que mi
habitación me viera desnuda me resultaba horrible, y al mismo tiempo tampoco
toleraba estar vestida – vestirme me avergonzaba, me parecía patético e
irrelevante, y desde ya nunca dejaba de pensar que los dedos que hacían pasar
los botones por los agujeros serían los mismos dedos que después volverían a
extraerlos. Cada vez más, ir a bañarme largamente al final del pasillo constituía
mi único respiro – realmente no sé muy bien qué habría pasado si los dos
cuartos hubieran sido contiguos. Al final pasaba ahí demasiado tiempo. Horas y
horas, de hecho. Es que no sabía a qué otro lugar ir. De vez en cuando me
sentaba en mi escritorio, pero todo eso había terminado. Así es, finalmente había
tirado la toalla. No había funcionado. Dejé de hacer lo que en realidad no
estaba haciendo y conseguí trabajo en una bicicletería lo que resultó de lo más
afortunado porque al poco tiempo de haber empezado a trabajar ahí necesité con
urgencia una bicicleta nueva. Tenía bicicleta pero necesitaba una nueva,
diferente, con cambios, una que pudiera ir cuesta arriba, una que pudiera ir
cuesta arriba y llevar las compras, una que se sintiera maciza y segura de
noche por rutas sin iluminación, una que pudiera ir cuesta arriba.
La vi por primera vez a través del cerco
de ligustro. Era verano y el ligustro estaba muy tupido y no se veía casi nada
pero si se apartaban con cuidado las hojas, apenas un poquito, se veía
perfectamente; pero había que tener cuidado con esas flores de colores que se
extendían, como bailarinas en puntas de pie, por entre las ramas del ligustro.
No puede ser, le dije a mi amiga. ¿Te parece que es? Retrocedí y quedé parada
en el camino y miré colina abajo y después colina arriba. Debe ser, dije. No
hay ninguna otra cosa. Es perfecta, dijo ella. No lo puedo creer, dije. Después
las dos espiamos en silencio por el ligustro y supe que sin duda era.
Los
individuales si les soy sincera no me gustan demasiado pero parece que voy a
tener que comprar algunos para poner debajo de los bols en el alféizar.
Evidentemente la piedra se puso demasiado fría y tal vez un poco húmeda porque
el otro día una naranja se echó a perder muy rápido y hoy veo que la berenjena
desarrolló una pelusa húmeda con la forma y el color de una ostra. Tendría que
bajar hasta la compostera, creo que lo estuve postergando. Me parece que perdí
el interés, la verdad, se puso muy aburrido. El otro día alguien me dijo que de
la suyo salían gusanos, y me sonó muy trascendental. Me gustan los gusanos y no
tengo problema en agarrarlos, lo que no es común y por lo tanto me da una clara
ventaja en ciertas situaciones porque significa que puedo arrojárselos a la
gente si tengo ganas y eso siempre me pone de buen humor. Hay un bol de
plástico azul en la cocina sobre la mesada donde junto sobras, cáscaras,
saquitos de té, cortezas, tallos, hojas caídas, etc. para la compostera y la
idea era usar un recipiente más bien chico para poder vaciarlo con frecuencia,
de hecho todos los días, pero no lo hago. No lo hago y se amontona, se amontona
todo y a veces, aunque no pasa tan seguido, vuelco todo en un recipiente más
grande y prosigo.
¿Prosigo
con qué? Bueno, para que sepan, siempre hay cosas que hacer – después de, en
primer término, haber encendido el fuego. Hay que alimentar a los pájaros como
mínimo una vez por día en este época del año. Y después de un rato hago la
cama. Subo los escalones y reviso el buzón. Me gusta tomar un café antes que
nada. A veces lo acompaño con una banana. A veces solo necesito eso. Y el bol
azul se vacía, o no, en la compostera. Y el balde enlozado se lleva sin falta a
un costado de la cabaña y se llena de carbón una y otra vez. Y como no hay
escalón se mete todo acá adentro y no hay momento en que el piso no necesite
una buena barrida. Y por supuesto siempre hay algo para doblar.
Le
mandé un mensaje de texto al hombre este, que está separado de una amiga muy
querida, y le pregunté si se había quedado dormido – realmente no se me ocurrió
qué otra cosa podía haberle pasado. Me respondió de inmediato diciendo que
estaba en camino. Trajo una bolsa con leña proveniente de los árboles de su
propio jardín y una botella de vino proveniente de la zona donde vive ahora la
mujer – mi querida amiga– de la que se separó. El vino me era familiar y fue
perturbador tomarlo acá, a esta hora, sin ella. Los marcos japoneses y sus placas
traseras estaban dentro de una gran bolsa de algodón que apoyó contra la
otomana debajo del espejo. No me acerqué a la bolsa y tal vez supuso que no me
interesaba demasiado su contenido pero no quería mirar los tapices delante de
él, quería estar sola, porque así no tendría que pensar algo para decir sobre
ellos. Muchas veces, en circunstancias así, cuando se expresa una opinión por
satisfacer a alguien que anda cerca, lo que se dice no es para nada evocador y
en cuanto es dicho se elude algo intrínseco que más tarde no puede ser
recuperado. De todas formas, no me molestaba esperar – esperar era un placer,
de hecho. La expectativa, cuando tiene lugar, suele ponerme animada y
expansiva, como si estuviera tal vez resucitando y afilando mis sentidos,
preparándome para el objeto esperado: así es, el mundo es un lugar centelleante
y fascinante cuando un misterio semirecordado empieza a estar a nuestro
alcance. Se quedó una hora y conversamos sobre los tres hijos y sobre alquilar
departamentos en el extranjero y los últimos sucesos de un amigo en común y de
vez en cuando presentó posturas deliberadamente autocráticas con la intención
de irritarme pero de hecho perdía el tiempo porque no había modo de ofenderme –
al contrario, muchas de esas cosas me divertían, y tal vez mi actitud
irreverente lo desconcertó; alguna gente prefiere hacerte enojar, parece. Tal
vez mencionamos Navidad, no lo recuerdo. Incluso una vez que se fue no me
acerqué directamente a la bolsa: llevé a la cocina su vaso vacío y el enfriador
de vino, acomodé la leña que amablemente me había traído, colgué un abrigo; es
que el vino vagabundeaba por mi sangre y no quería llegar a los cuadros
aturdida y con la cabeza llena de ideas fantasiosas. Así que esperé un poco
más, hasta reestablecer un clima más contenido, y después me acerqué a la bolsa
y levanté los pesados marcos – concentrada e inmutable, como una experta.
Hay
seis flores chicas y media. Sus pétalos son chicos y en forma de corazón.
Desparramados alrededor hay pétalos sueltos, esos no tienen forma de corazón y
son un poco más oscuros, como si estuvieran cayendo más lejos. Un par de manos
se eleva hacia las flores, solo el contorno de un par de manos y el borde de
una manga de un kimono. Hay una cara, girada, que no mira en dirección a las
manos, totalmente desvinculada de la actividad de las manos: la frente, los
párpados pesados, los labios fruncidos y un aro. Todo esto ocurre solo en un
área diagonal de la tela, el resto es negrura. Y está la misma cara en el
segundo marco, donde hay incluso menos puntadas. Y mientras miro este perfil
cabizbajo y las pocas líneas verticales que denotan, otra vez, la tela de un
kimono pesado, me doy cuenta de que estaba muy equivocada. Nada fue deshecho;
nunca hubo más que esto. Lo que vi, lo que todavía puedo ver si me paro lo
suficientemente cerca, fue la idea –el plan – ¡claro! Quien los haya creado no
retiró puntadas con la intención, como sospeché en un principio, de volver a
empezar; sencillamente dejó de hacer lo que estaba haciendo. No se sintió
obligado a completar el plan y por lo tanto no completó el plan. Solo esto, solo
estos pocos detalles mostraban lo suficiente. Y de verdad debe haberlo sentido
así y debe haber quedado muy satisfecho, ya que si no ¿por qué iba a poner
estos dos fragmentos oscuros en unos marcos tan hermosos?
Los
puse sobre la repisa de la chimenea – puede decirse que se les dio un puesto de
honor. Están cerca uno del otro pero no exactamente al lado: están
relacionados, pero no son un par. Algunas personas no los notan en absoluto y otras
se sienten intrigadas de inmediato, caso en el cual me meto en la cocina para
que tengan la oportunidad de quedar completamente absortas sin sentirse
obligadas a hablar de eso, lo que arruinaría todo. Sí, tal vez podría pararme
en la cocina y vigilar desde ahí y quizá un día el corazón me salte hasta el
paladar cuando sienta que alguien se va compenetrando cada vez más hasta que
por fin me llama, con asombro y entusiasmo, y dice: "¡Mira! ¡Todo el
tiempo estuvo sosteniendo una sombrilla!".
Había
tantas plantas ya florecidas cuando me mudé: glicinas, fucsias, rosas, laburnos
y muchos otros tipos de árboles y arbustos en flor que no sé cómo se llaman – muchos
de ellos silvestres – y todo en abundancia. El sol brillaba la mayoría de los
días así que naturalmente pasaba la mayoría de los días afuera, entrando y
saliendo silenciosamente durante todo el día, y el aire estaba repleto de
zumbidos con tantas especies distintas de abejas y avispas, mariposas,
libélulas y pájaros, y todos tan ocupados. Todo: cada planta, cada flor, cada
pájaro, cada insecto en lo suyo. De mañana revoloteaba por mi cabaña sacando la
vajilla del escurridor y organizándola en vivaces pilas a lo largo del
alféizar, cortando duraznos y picando avellanas, plegando el edredón y alisando
la sábana, regando plantas, limpiando espejos, barriendo pisos, lavando
vidrios, doblando ropa, pasándole el trapo al marco de las ventanas, cortando
tomates, picando cebolla de verdeo. Y más tarde, después del almuerzo, me
llevaba una manta al bosquecito junto al camino y me recostaba bajo los árboles
a escuchar cosas.
Escuchaba
un escarabajito que me cruzaba la frente bordeándome el nacimiento del pelo.
Escuchaba una araña que venía por el pasto hacia la manta. Escuchaba un par de
herrerillos pendencieros que se mecían a mis espaldas. Escuchaba las alas de la
torcaza golpear entre las ramas medias de una haya cubierta de hiedra y los
estorninos arriba en los cables, y las gaviotas y los vencejos mucho más alto
todavía. Y cada sonido era un peldaño que me llevaba más y más arriba, y de
esta forma me era posible llegar muy alto, trepar más allá de las nubes hacia
una exuberancia aviar, donde no hay nada en absoluto salvo una luz continua y
hectáreas de azul. Más tarde, hacia el anochecer, cuando refrescaba, me
acurrucaba un poco más en mí misma y escuchaba cada vez menos hasta que, muy de
a poco, regresaba a la noche y a la tierra. Y después pronto empezaba a tener
mucho hambre así que me colgaba la manta sobre un hombro y volvía a subir hasta
la cabaña para empezar con la cena. Que a menudo incluía habas, limones, tal
vez un poco de espinaca y gran cantidad de nueces y queso feta.
Picando.
Mañana,
mediodía y noche, al parecer.
Cómo
adoro picar.
Dentro de estas profundas paredes
de piedra el sonido de un cuchillo grande golpeando contra una tabla de picar
suele ser dulce y eufónico; como un canto arrullador me cautiva y me aplaca.
Otra veces, en especial a la noche tarde, la reverberación entusiasta del filo
es más accidentada e insistente y tengo que hacer un esfuerzo de coordinación
para mantener la mirada hacia abajo y las manos firmes. Continúo guillotinando
y reduzco metódicamente esta despampanante cosecha de solanáceas hasta que
pierde el color. Picar, cortar todo en pedacitos, en una especie de estupor
contraído, mañana, mediodía y noche; tratando de no prestarle atención a mi reflejo
en el espejo. No puedo soportarlo – sobre todo no puedo soportar ver el reflejo
de mi cintura, moviéndose para atrás y para adelante, ahí en el espejo a mi
derecha – como si pudiera levantar vuelo cuando sé muy bien que no puede.
2 comentarios:
buenísimo
Me encantó ese libro.
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