Hoy alguien que quiero me habló (bien) de mi libro para chicos La noche en tren. Hacía mucho que no pensaba en ese libro, al que le tengo muchísimo cariño. Está publicado por Ediciones Tres en Línea y tiene unas increíbles ilustraciones de Gabriela Regina.
La cosa es que fui y lo releí, y me dieron ganas de mostrarlo. El libro está agotado. Por lo cual a continuación y muy descaradamente rompo mi autopromesa de no poner en este blog poemas míos.
Pienso que la indisciplina lleva, por lo general, a cosas buenas.
La noche en tren
Buenas noches. ¿Se están yendo a dormir?
¿Ya apoyaron la cabeza en la almohada?
¿Se les cierran los ojos de sueño?
¿O hay por ahí alguna niñita desvelada,
algún bostezo que no encuentra dueño?
Tengo algo para contar, ¿quieren oir?
Se trata, precisamente, de dormir.
Algunos piensan que dormir es aburrido.
Que es muy larga la noche, y sin sentido.
Eso depende de adónde vayan los dormidos.
En mi barrio, por ejemplo, existe un tren
mágico y misterioso: en el andén
todos están dormidos, pero ven.
el secreto tren nocturno, silbando.
“¿Nadie despierto?”, se asegura el
maquinista.
Y los chicos le responden: “¡Ni soñando!”.
“Muy bien: entonces paso a tomar lista:
Tania, Patricio, Piero, Reina, Selva, Mia.
Rapidito, que no nos sorprenda el día”.
Al llegar a este punto
me detengo un momento
a aclarar un asunto
que es central para el cuento.
Les pregunto:
¿ustedes duermen con algún muñeco?
¿Superhéroe, princesa, osito o coche
que les haga compañía de noche?
Los chicos de mi barrio también.
Así, en cuanto oscurece pasa el tren
que los lleva a recorrer, de nueve a siete,
el lugar donde nació cada juguete.
Tania se duerme con una muñeca rusa.
Patricio, con un pato de goma.
Piero con un autito fatto in Roma
que tiene asientos forrados en gamuza.
Reina no saca a la princesa del estuche
para que no se le arrugue la capa.
Pero la acuesta a su lado y la tapa.
Selva se abraza a un leoncito de peluche.
La muñeca de trapo de Mia
hace muchos años perteneció a su tía.
Ahora es de ella, y como es una antigüedad
no la presta ni por casualidad.
“¿Qué pasó?”, se preocupan los nenes.
“¡Primera parada!”, grita el maquinista.
“Pueden bajar y contemplar la vista”.
Tania se extraña: “Pero, ¿dónde estoy?”.
Grita su propia muñeca: “¡En el Bolshoi!
¡El teatro donde yo era bailarina
antes de mudarme a la Argentina!”.
Salta del tren, y Tania ni lo duda;
los otros van detrás, alucinados:
“¿Qué es esto: un lugar encantado?”.
Cúpulas doradas, puntiagudas,
adornadas como caramelos
que parece que giran hacia el cielo.
“¡Es Moscú, señores y señoras!”.
Y se oye desde la locomotora:
“Recuerden que tienen sólo media hora”.
En media hora, la muñeca vivaracha
los embarca en un paseo por el río,
les regala un reloj,
les baila un cosachok,
y, para calmar un poco el frío,
los invita con sopa de remolacha.
Patricio tiene un año, duerme en cuna.
Y su patito nació en una laguna.
La laguna está dentro de una historia
que casi todos sabemos de memoria.
“¿Entraron alguna vez a un cuento?”,
pregunta el pato. “Éste es un buen momento.
Se trata, claro, del Patito feo:
escuchen... se acerca un aleteo”.
Los seis chicos quedan boquiabiertos:
"¡Pero entonces este cuento era
cierto!”.
El famoso pato raro, cisne bello
en vivo y en directo está ante ellos.
El cisne viene con sus cisnecitos;
son siete: todos a los gritos.
“Hijos”, les dice, “conozcan a su tío.
Este pato es casi casi hermano mío”.
Uno por uno, empiezan a llegar
las aves y los peces del lugar.
El maquinista interrumpe el momento:
“¡Tenemos que seguir; lo siento!”.
El pato se despide: “¡Hasta prontito!
Cualquiera de estos días los visito.
Ahora me tengo que ir: me espera
mi espumosa y calentita bañadera”.
“Todo muy lindo”, dice Piero y bosteza,
“¡pero ya basta de
naturaleza!
Mi autito extraña la velocidad
y yo quiero conducir por su ciudad”.
“Siamo
arrivati”, dice el auto en su idioma.
“Llegamos”, les traduce Piero.
Voces, silbatos, motores y bocinas
interpretan un concierto callejero.
La gente espera largo rato en las esquinas
para cruzar. ¡Bienvenidos a Roma!
¿Velocidad aquí? ¡Ni en broma!
“Los llevo de paseo sin apuro”,
dice el autito. “Les aseguro
que se van a divertir. Iremos lento
entre palacios, plazas y monumentos.
Pero eso sí: no salten en mis asientos.
Al que mejor se siente
le mostraré una fuente
que dicen que cumple los deseos.
Después vamos a comer fideos
con mejillones, y les compro un helado
si prometen no mancharme el tapizado”.
Ruidos de celofán en el vagón...
Música de fanfarria en el salón...
A ver; silencio: escuchen.
Creo que hay alguien saliendo de su estuche.
Reina peina y besa a su princesa:
“¡Basta de siesta, hay fiesta en el
palacio!”.
Al pelo lacio da brillo con cepillo.
Después la suelta; muy desenvuelta
se marcha la princesa, pero regresa.
Y a los chicos en pijama llama:
“¡La fiesta con orquesta es para mí!
¡Vengan así, en camisón de algodón,
en calzón, en pantuflas con pompón!”.
Entran despacio al palacio. La princesa
a todos embelesa: “¿Quién es ésa?”,
pregunta el conde, y una voz responde:
“¿Cuál? ¿La de zapatos de cristal?
¿La que tiene el vestido encendido
con puntilla amarilla que brilla?”.
(“La del traje de encaje”, aclara el paje).
“¿La que tiene el tocado adornado
con un broche dorado?
¿La que nunca se cansa en la danza
y avanza en la pista como equilibrista
seguida de cerca por el violinista
y a todos conquista?”.
“¡Ésa, sí! ¡Sí, sí, ésa!
¡La invitada sorpresa!
¡La que al príncipe besa!”.
El tren sigue hacia la próxima estación:
“¡Hogar, dulce hogar!”, ruge el león.
Selva no comprende; aquí algo falta:
¿Dónde están los altos árboles, las lianas,
la mona Chita, Tarzán que grita y salta?.
“No es la selva: yo vivo en la sabana
una tierra calurosa y plana.
¡Vengan a verla, salgan por la ventana!”.
“Esto es Kenia”, le enseña
el león a su dueña,
“y lo que viene desde el horizonte
agitando su cuerno, bien furioso,
es nada menos que un rinoceronte”.
Los chicos miran asustados. “¡Qué chistoso!”,
se enoja Selva, “¿y
ahora quién nos defiende?”.
El león vuelve a bromear: “No sé, depende.
Les puedo presentar al cocodrilo:
si no tiene hambre es un muchacho muy
tranquilo.
O aquí llega, justamente, el leopardo:
¡Corran al tren; hasta yo me acobardo!”.
A la carrera vuelven todos al vagón.
El maquinista los alienta: “¡Vaya susto!
Pero volver a casa ahora sería injusto:
nos falta solamente una estación”.
Arranca el tren, pero para el otro lado.
Marcha atrás se llega a los tiempos pasados,
donde viven los juguetes de antes.
Atendidas por una marioneta
toman el té dos peponas elegantes.
De vez en cuando les ofrecen galletas
a jefes indios, vaqueros y soldados
hechos de plomo y estaño, bien gastados.
La muñeca de trapo de Mia
salta del tren: "¡Ahí está mi alcancía
de hojalata! Y acá vienen mis hermanas,
Blanca y Clarita: son de porcelana”.
Mia frunce el ceño: “¿Y las de plástico?”.
“No existen”, le responden, “¿no es
fantástico?”.
“¿Y esas dos? ¿A qué juegan?”.
“¡Al elástico!”.
Son las seis, y el maquinista los apura:
el viaje acaba cuando acaba la noche
y ya la noche no parece tan oscura.
Las tres muñecas, el león, el pato, el coche
y los seis chicos, después de la aventura
se suben al vagón sin un reproche.
En un minuto, los chicos están dormidos.
Los que no pueden dormir son los juguetes.
Mientras conduce, el maquinista les promete
que volverán de visita muy seguido.
Amanece, y cada cual duerme en su cama
con camisón, con chupete, con pijama.
Tania, Patricio, Piero, Reina, Selva y Mia
sueñan bajo el acolchado. ¿Quién diría
que se pasaron la noche de paseo
en un tren conducido por Morfeo?
Porque Morfeo se llama el maquinista
que transforma a los durmientes en turistas,
en paseantes, en expedicionarios.
Si creen que el viaje es cansador
sepan que ocurre exactamente lo contrario:
el que durmiendo la pasa mejor,
mejor descansa, y está de buen humor
por la mañana, cuando canta el canario
y al mismo tiempo suena el despertador.
Ahora me voy,
me voy yendo,
para dejarlos dormir.
¿Apago la luz? ¡La prendo!
Algo más quiero decir.
No se pongan impacientes,
tengo una noticia urgente
–que creo que es excelente–:
el tren nocturno, desde hoy
ha ampliado su itinerario.
¡Pasa por todos los barrios!
(Siempre con el mismo horario).
Lo van a reconocer
aunque es mágico y secreto
porque el conductor, coqueto,
tiene enganchado un clavel
en el ojal, y un cartel
pegado en la ventanilla
explica, en forma sencilla,
qué es lo que tienen que hacer:
“A ninguno de estos mundos
se puede viajar despierto
ni durmiendo así nomás
con los ojos entreabiertos.
Sólo el que duerma profundo
y respirando al compás
del quetrén-quetrén quizás
se suba al tren vagabundo”.